Poco tiempo he pasado con esos pequeñajos, con los profesores y con aquel entorno acogedor. Pero no sé si es porque yo me encariñé enseguida de la gente que allí me recibió aquel 7 de noviembre o porque todo aquello, durante ese mes y medio, me demostró que valía la pena vivir esa experiencia.
Si pudiese volver a aquel centro escolar y recoger el cariño que me dieron, sería muy feliz. Mi estancia durante el corto período de tiempo que estuve fue verdaderamente gratificante y enriquecedora. He aprendido lo que de verdad es la escuela, cómo se trabaja, qué pautas deben seguirse en cada situación, casos y casos que puedes encontrarte tras años de experiencia, y así, millones de situaciones sobre las que nunca se dejará de aprender.
Por lo que pude observar, cada año es un mundo, cada clase, otro, y cada niño, una historia. Pero de cada uno de ellos, se aprende más de lo que uno mismo puede llegar a creer.
Recuerdo aquel primer día. Los nervios podían conmigo, pero nada más entrar en la clase que me asignaron, poco a poco, fui relajándome, observando cada aspecto, cada detalle. Los niños me acogieron mejor de lo esperado y el cariño que cogimos fue mutuo, así me lo demostraron el último día. Del profesor puedo contar maravillas, su enseñanza ha sido gratificante y él como persona me dio la confianza que nunca pensé que lograría en tan poco tiempo. Lo más importante que me enseñó fue que un buen profesor debe ser humano y amar su profesión.
En el momento en el que salí de aquel colegio, comprendí que la vida está llena de experiencias, de etapas que nos llenan más o menos y que de cada una de ellas se aprende lo inimaginable.
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